martes, 28 de octubre de 2008

Cara de libro

No me hinchen más: no pienso tener facebook. Está todo el mundo hablando de lo mismo, que feisbú acá, que feisbú allá. Contentísimos porque se reencontraron con un compañerito de jardín de infantes que hace como 30 años que no ven. Claro, ahora no se acuerdan, pero ese chico que te manda la invitación para "ser su amigo" en el libro de las caras, hace 30 años te pegaba y te amenazaba con su hermano grande. Esa chica que parece tan copada, hace 20 años siempre gustaba de los mismos chicos que vos, y a esa otra siempre la cargabas porque usaba lentes. A ese otro, lo conociste de casualidad hace 15 años y luego de un par de salidas casuales lo borraste de tu agenda y te hacías negar cuando te llamaba por teléfono. Los de la facultad, que si los dejaste de ver por algo fue, pero seguro no te acordás. Cuando te mandan la invitación para el facebook, te sentís como que "pertenecés". ¿A qué pertenecés? Me da la sensación de un eterno viaje de egresados o de vacaciones en contingente, cuando el último día pasás mails y teléfonos sabiendo que, al llegar a destino, inexorablemente vas a tirarlos a la basura. Me parece un eterno "que no se corte". Tal vez sea antigua, pero no entiendo el sentido de hacer amigos indiscriminadamente, de meterse en los perfiles de tus amigos para ver de quien son amigos y de quien son amigos en una cadena infinita, para ver si a lo mejor, el primo del amigo del vecino de tu ex compañero de las tres clases de portugués que soportaste, te invita a su album de fotos. No me busquen en facebook. Por lo menos no hasta que, por fin, me invite el hermano de mi amiga, sí, ese que en la secundaria no me daba ni la hora.

Las hermanas Malabuena

Casi siempre, las madres de mellizos hacen todo lo posible para que sus hijos sean, en lugar de dos personas independientes, dos personas en una, imposibles de diferenciar para el común de los humanos. A todas las mamás de mellizos les divierte contar anécdotas acerca de cómo son tan iguales, de cómo la única que puede distinguirlos es ella misma e incluso a veces no, y de cómo a veces entre ellos cambian de roles para confusión de toda la familia. Hacen de todo para que no se diferencien: los visten y peinan igualitos, y hasta les sacan el nombre propio. Los hermanos mellizos rara vez son “Lucía y Verónica” o “Ramiro y Matías”, siempre son “las melli” o “los melli”, como si fueran un combo, algo indivisible. Ahora bien, el tiempo se ocupa de borrar y hasta olvidar esa igualdad forzosa. Los mellizos, cuando crecen, casi siempre hacen todo lo posible para diferenciarse entre ellos, y más aún cuando se trata de mujeres. A menos que sean mellizos que “trabajen” de mellizos y deban seguir siendo idénticos (como las trillizas de oro o las mellizas de canal 9), a modo de venganza por todo el tiempo comprando ropita por duplicado, tratan de diferenciarse entre ellos hasta en forma patológica. No era este el caso de las mellizas Malabuena. Eran dos mujeres de más o menos 35 años, o tal vez era una sola y yo estaba viendo doble. Las dos tenían el pelo crecido (crecido, no largo, descuidado) y negro entrecano. Hasta las canas parecían haberse puesto de acuerdo con la falta de diferenciación, porque las dos tenían la misma cantidad de canas, distribuidas igualmente en la parte de delante de la cabeza. Las dos eran flacas, bajitas, y tenían el mismo jean azul y el mismo sweater marrón, gastado en los mismos lugares. Aparte de compartir la cara, el pelo y la ropa, ambas eran esquizofrénicas. Hay una película de la que no recuerdo el nombre, porque era olvidable en su totalidad, pero que tiene una escena en la que se describe, de forma breve y brillante, la esquizofrenia: la protagonista se dibuja a sí misma como una persona con un solo cuerpo y dos cabezas. Bueno, resulta que un viernes a las cinco y media de la tarde, tenía a este animal mitológico frente a mí. Lamentablemente, no quedaba nadie en la oficina para dar fe de mis dichos, salvo quien en ese momento trabajaba conmigo a la tarde, y como resulta que es ciego, poco podría decir para avalar que no deliro. Las mellizas Malabuena se enojaron conmigo porque les cambié el nombre, le dije “Irene” a “Noemí” y “Noemí” a “Irene”, y ese descuido de mi parte pareció alterarlas más que el problema que traían. Las dos habían sido internadas en un neuropsiquiátrico en una medida judicial de protección de personas, porque habían denunciado a su vecino. En esa época, era el inicio de la televisión satelital, y al pobre vecino se le ocurrió poner una antena parabólica en su techo. Cuando las mellizas vieron el artefacto, se les ocurrió que era un artilugio para espiarlas, para poder ver dentro de sus casas. Una de ellas, no recuerdo si Noemí o Irene, o tal vez las dos, hasta tuvo una infección urinaria porque se negaba a ir al baño para que el vecino no la espíe con la antena que había conseguido en comodato. Del expediente que traían prolijamente fotocopiado (como todo en ellas) surgían varias irregularidades en cuanto a la internación, pero ellas curiosamente no se quejaban de eso, sino que se quejaban del vecino, que presuntamente quería tener una visión erótica por duplicado, la fantasía masculina con las mellizas llevada al extremo de la mano de la tecnología. Estuvieron cerca de una hora con el asunto de la antena (una vez que se calmaron por la confusión del nombre) y se fueron, con una promesa de mi parte que se vería el expediente, que hablaría con mi jefe (uno de los abogados penalistas más brillantes y que curiosamente tenía empatía con los locos) y que veríamos qué hacer con el tema de la internación a la fuerza. Se fueron enojadas porque no pude prometerles que obligaría al vecino a sacar la antena. Nunca volvieron.